La violencia de género ( o el maltrato, como se ha llamado toda la vida) es una realidad, por desgracia, mucho más frecuente de lo que pensamos. Hasta hace unos años era un tema del que se hablaba muy poco. Poco a poco va habiendo más sensibilidad y concienciación. Hoy, 25 de noviembre, se celebra el Día Internacional contra la violencia de género. Mi granito de arena es este relato sobre Sara.
Sara siempre
había sido una niña alegre, divertida y espontánea. Tenía mil amigos y en su
pueblo natal todo el mundo la conocía y adoraba, no podía ser de otra manera.
Su padre era el panadero del pueblo y desde pequeña, cuando Sara tenía un rato,
le encantaba pasarse por la panadería y echarle una mano.
Sara era hija
única y su madre murió cuando era pequeña, pero siempre tuvo el cariño de sus
tías, sus primos y todos los vecinos. El olor a pan recién hecho le
volvía loca, pero su pasión era otra. Ella quería ser dependienta de El Corte
Inglés. Lo tenía claro.
Una vez, con 10
años, su padre, como regalo de cumpleaños la llevó a Madrid. Allí visitaron
el Museo del Prado, la Plaza Mayor y el Palacio Real, pero lo que más le
gustó de aquella visita a Madrid fue El Corte Inglés. Sus luces, su
orden, la ropa elegante, los zapatos de firma, la sección de cremas y perfumes…
Su padre se empeñó en comprarle un vestido y aunque ella no quería,
porque era muy prudente y sabía el gasto que suponía aquel viaje, disfrutó como
una enana cuando aquella señorita tan elegante y educada les atendió. Y
entonces lo decidió. Ella, de mayor, quería ser dependienta del Corte Inglés.
Sara acabó el colegio con muy buenas notas, estudió inglés y francés y decidió
marcharse a vivir a Madrid, con disgusto pero a la vez orgullo de su padre, que
veía como su hija se esforzaba en cumplir su sueño.
Sara llegó a
Madrid y se instaló con una amiga. Tras algunos trabajos temporales, Sara,
gracias a un golpe de suerte con los que a veces te sorprende la vida,
consiguió entrar en el Corte Inglés para ayudar en una campaña promocional.
Estaba feliz, radiante. Todo parecía indicar que poco a poco se iba
acercando a su sueño. Nada le hacía intuir que su vida daría un giro fatal muy
pronto. Tras un año como temporal, a Ana la terminaron contratando en
plantilla. Estaba como loca.
Una mañana, como
cada día, Sara estaba ordenando cajas recién llegadas, cuando a lo lejos vio
llegar a un señor muy elegante. El señor, muy atento, se acercó a ella y le
pidió consejo para un regalo que quería hacer. “Quiero algo muy especial, para
alguien muy especial”. Sara se puso muy nerviosa. No estaba acostumbrada a que
nadie la mirase con tanto interés y tanta intensidad. Buscó una bufanda que le
encantaba y se la enseñó. “Esta bufanda es preciosa” le dijo. “Perfecto”,
le contestó él. “Envuélvemela lo más bonito posible” le pidió. Sara se
esmeró en hacer un paquete perfecto, pero cuál fue su sorpresa cuando aquel
misterioso cliente, después de pagar, le devolvió el paquete. “Es para ti”.
A partir de ahí
empezó la que, a ojos de Sara, era una maravillosa historia de amor, “como de
película”, le decía a sus amigas. Juan era unos años mayor que Sara y muy
reservado, pero se deshacía en atenciones con ella: cada día le regalaba algo,
le escribía notitas que escondía para sorprenderla, le invitaba a cenar a
restaurantes fantásticos.. Después de 6 meses, Juan le pidió que se
casara con ella.
Sara estaba como
loca y empezó a planear su boda, que, por supuesto, sería en el pueblo. Pero
Juan viajaba mucho y tenía mucho trabajo, así que le propuso una boda rápida,
cuanto antes, ya lo celebrarían más tarde en el pueblo. Se casaron en una
iglesia pequeñita de Madrid, con dos amigas de Sara como testigos. Y empezaron
a vivir juntos. Al poco de estar casados, Juan empezó a insistirle a Sara para
que dejara su trabajo. No lo necesitaba, él ganaba suficiente. Tenía que
centrarse en su matrimonio, en la nueva vida que empezaban, en tener niños …
Sara no sabía qué hacer, no entendía por qué Juan le pedía algo así. A
ella le encantaba trabajar. Siempre había sido su sueño.. Pero al final él
logró convencerla y Sara dejó su trabajo.
A partir de ahí,
poco a poco las cosas empezaron a cambiar. Si Sara se arreglaba, Juan se
enfadaba. Si Sara quedaba con amigas, a él le parecía mal. Si la cena no estaba
a su hora, él montaba un numerito. Sara estaba desconcertada. No entendía. Al
principio lo achacaba al trabajo, al estrés, a los nervios, a los inicios de
cualquier convivencia. Pero a medida que pasaba el tiempo, la situación
empeoraba poco a poco. Al principio eran sólo frases hirientes cada vez más
frecuentes, un “eres una inútil” por no limpiar los zapatos. Un “pareces
una fulana” por haberse pintado los labios. Después llegaron los
gritos, los empujones, los golpes…
Sara lo callaba
todo. Casi no salía a la calle. Hacía meses que no veía a sus amigas y siglos
que no iba a su pueblo. Cuando hablaba con su padre, fingía que todo iba bien,
ni siquiera se había atrevido a decirle que había dejado su trabajo. No quería
disgustarle. Estaba desesperada y no sabía qué hacer. Vivía prácticamente
recluida, muerta de miedo de despertar la furia de su marido. Cada día se veía
más hundida, más insignificante, con menos fuerzas.
Lo único que
podía hacer era bajar a comprar el pan y ese momento era su instante de
felicidad. El olor del pan la transportaba a su infancia, a su pueblo, al mar,
a sus amigos. Y se aguantaba las ganas de llorar. Doña Elisa, la
panadera, se había convertido en su única vía de contacto con el mundo. Era una
mujer lozana, risueña, y Sara, cada vez que la veía se sentía invadida por el
deseo de contárselo todo, pero tenía miedo. Mucho miedo.
Lo que Sara no
sabía era que Elisa se daba cuenta de todo. Un día sin que Sara casi se diese
cuenta, Elisa la cogió del brazo y la llevó dentro. “Estoy para ayudarte, Sara,
pero tienes que contar lo que pasa”. Sara no pudo contenerlo más y le contó
todo.
Esa noche Sara ya no volvió a casa. Elisa se ocupó de todo. No fue fácil. Fue
muy duro. Desgarrador. Pero mereció la pena. Sara logró cambiar de vida. Logró
huir y logró salvar su vida. Muchas otras mujeres víctimas de violencia de
género no tienen la suerte de encontrar un ángel como Elisa en su vida. Sara la
tuvo. Mi recuerdo especial, hoy, por todas las mujeres víctimas de malos
tratos. A ellas les dedico este relato.