Al día siguiente encontré un segundo papel doblado con la misma meticulosidad. El círculo volvía a estar ahí, pero esta vez no había ninguna palabra, solo una línea trazada con un pulso impecable. Lo guardé sin pensarlo, como quien esconde una prueba que lo incrimina.
En el trabajo, las cosas siguieron con la misma rutina. Y, sin embargo, no dejaba de tener la sensación de que alguien me observaba. Y de repente, lo vi: ese compañero tan correcto, tan perfectamente ordenado, de pronto me dio la impresión de que sincronizaba sus gestos con los míos. El modo en que dejó el bolígrafo sobre la mesa coincidió exactamente con el momento en que yo hice lo mismo. No fue una imitación, no fue causalidad: era como mirarse en un espejo y ver que el de enfrente respira al mismo tiempo que tú.
Desde aquel día, algo cambió entre nosotros sin necesidad de palabras. No lo buscamos, pero nuestros pasos comenzaron a coincidir.
Cuando los demás iban hacia la máquina de café, nosotros también nos levantábamos, nos mezclábamos con el grupo y nos quedábamos allí, de pie, sosteniendo vasos vacíos. Nadie parecía darse cuenta de que nunca bebíamos.
Lo mismo ocurría en el comedor. Íbamos juntos, bandeja en mano, aunque la dejábamos siempre intacta.
Fingíamos conversaciones, reíamos en el momento justo, apartábamos migas invisibles de la mesa. Era un ritual compartido, una especie de coreografía. No hacía falta ni mirarnos: sabíamos lo que venía después.
Y sin embargo, en esa rutina compartida, comenzó a surgir una certeza inquietante. Había otros. Una mujer del departamento de finanzas que nunca variaba el orden de sus frases. Un becario que sonreía exactamente igual cada vez, como si la curva de sus labios hubiera sido programada.
No teníamos pruebas, sólo intuiciones, pero la ciudad empezó a llenarse de posibles reflejos. Y en cada uno de ellos latía la misma pregunta: ¿somos tantos… y nadie lo sabe?
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