Hace poco, en una cena, un amigo me dijo al oído. "No me fío de las mujeres gato. Cada vez que una de ellas me mira con esos ojos tensados y ese labio inmóvil me entra la duda de si querrá saludarme o cazarme."
Me entró la risa, pero le entendí perfectamente y me alegró que alguien, por fin, sacase a la luz este tema, inquietante.
Las mujeres gato están por todas partes. Cejas en pico. Ojos abiertos como faros. Labios que parecen recién inflados, como las ruedas de una bici.
Hablan poco, miran mucho. No ronronean, pero casi. Deslizan las palabras. Seductoras, te acarician con la voz.
Los gatos son listos. No se apegan. No obedecen. Observan. Se van cuando quieren. Vuelven sólo si les conviene. Y cuando atacan, no avisan.
Ellas también. No se despeinan. No se comprometen. No se arrugan (literalmente). Van por la vida como si fueran de mármol.
Son guapas. Pero dan miedo. No sabes si son de carne y hueso o de botox y ácido hialurónico.
¿Y si esto es sólo principio?
¿Y si un día se arrancan la piel y debajo hay felinas perfectas, listas para devorar a los pobres hombres?
¿Y si ya no ven hombres, sino ratones bien vestidos?
¿o será acaso que de tanto meternos con ellos, los hombres ya no son hombres, sino ratones?
No lo sé. Solo sé que cada vez hay más mujeres gato y que quizá sea éste el principio del fin.
Yo ya he puesto en alerta a mis hijos y a mi marido. Si se cruzan con una mujer gato, que echen a correr.
Y yo, la próxima vez que me cruce con una le lanzaré una bola de lana y a ver qué pasa.