jueves, 14 de noviembre de 2024

De casquería y otros menesteres

No me gustan los callos. No me gusta su aspecto, ni su textura. Mi madre los prepara muy ricos, eso dicen, porque yo, hasta la fecha, no me he atrevido a probarlos. De pequeña, pensaba que los callos eran eso, callos, como los de los pies, y no entendía que alguien se los pudiese comer. Luego me enteré de que eran tripas y lo entendí todavía menos. 

En cambio, me encantaban los sesos. En mi casa comíamos sesos rebozados. Comer sesos era como comer nubes o algodón  de azúcar. Al meterte un seso en la boca se deshacía.


No sé si los niños de hoy siguen comiendo sesos. A mí han dejado de gustarme. Desconozco el motivo pero, si de lo que se come se cría, debería volver a comerlos porque me da la sensación de que, de un tiempo a esta parte, estoy perdiendo algún que otro seso, supongo que será la edad. Me surge la duda de si los sesos conservarán neuronas, porque después de todo, los sesos son cerebro. Eso de comer cerebro suena a zombies, a película de miedo.

Tampoco me gustan las manitas de cerdo. En francés se llaman “pieds de cochon”. No sé si serán manos o pies, a mí lo que me parecen son pezuñas, pezuñas gelatinosas. Soy incapaz de probarlas. Comerle la pezuña a un cerdo me parece sorprendente. Suficiente tenemos con comernos el resto de su cuerpo y hasta su sangre. “Del cerdo, hasta los andares”, dice el refrán. Pobre cerdo. En París hay un restaurante especializado en pieds de cochon y está siempre hasta arriba. Gente muy elegante y sofisticada rebañando como locos pezuñas de cerdo como si de una película de Buñuel se tratara.  

Otros se comen las orejas del pobre cerdo. Una vez me atreví a probarlas y crujientes no están mal, pero me da miedo que me crezcan las mías que ya las tengo suficientemente grandes. Las orejas crecen durante toda la vida, no hay más que ver las orejas de los ancianos. La piel cada vez se va haciendo más laxa y poco a poco se va desprendiendo del cartílago. Al paso que vamos, y con una esperanza de vida cada vez mayor, llegará un día en que arrastremos las orejas.

Los higaditos tampoco me gustan. Los peores son unos que tienen forma de pulgar del dedo indice. Hay hígados de cerdo, de pato, de ternera, de buey… Dicen que son muy nutritivos. A la gente le encantan encebollados. Una buena forma de disfrazarlos.

A la gente también le gusta comer lengua, mollejas, criadillas, entresijos, riñones, hasta corazón. Me dan arcadas sólo de pensarlo. No entiendo por qué nos extraña lo que comen los chinos, si nosotros somos peores, ¿o mejores? Todo depende de cómo se mire.

A priori, comer casquería puede parecer un poco “gore” (claro que a los vegetarianos también les parecerá gore comer embutido o un sencillo filete de vaca o hasta un simple huevo). Pero desde otra perspectiva, comer casquería también es ecológico. Porque digo yo que cuanto más se aproveche el animal, mejor será. Y supongo que también ayuda a luchar contra el cambio climático, porque cuanto más aprovechemos de cada animal, menos animales habrá que criar y menor será la contaminación y la producción de gases con efecto invernadero.

La gente ahora ya no toma azúcar, bebe leche de almendra y de soja, come algas, quinoa, semillas de chía, sal rosa del Himalaya, bayas de Goji o amaranto. Con tanta cosa exótica,  no sé si se seguirá estilando la casquería. Quizá algunos jóvenes ni siquiera sepan lo que es.

Yo como chuches y donuts y me regañan. Que cada cual que coma lo quiera. “Dime lo que comes y te diré quién eres”. Pues eso.

Feliz semana.

 

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