martes, 26 de noviembre de 2024

Usurpadores espaciales

Hay personas que ocupan el doble. No es que sean gordos ni siameses, simplemente ocupan un espacio vital mayor que el resto, espacio que, por cierto, tienden a robar a los que les rodean.

En el metro abundan este tipo de personas. Me refiero, por ejemplo, a esos que van cargados con enormes mochilas sin calcular las dimensiones que adquieren sus cuerpos con semejantes bultos desproporcionados a la espalda y que cada vez que se mueven pegan un zambombazo a todo el que se coloque a su lado. A veces, en la mochila transportan un bebé que tambalea su pobre cabeza de aquí para allá. Los mochileros con bebés son los peores  porque se sienten legitimados para empellar sin miramientos a todo aquel que se interponga en su camino. Debería inventarse algún tipo de sistema que sirva para alertar de su presencia unos metros antes, como cuando pones el triángulo reflectante en la carretera para avisar de un accidente.

Otra modalidad son los que pasean perros atados con larguísimas correas. Esta absurda costumbre provoca que el paseador se encuentre en un punto concreto de la calle mientras que el perro paseado se sitúe tres metros más allá, unidos ambos por una fina correa a menudo imperceptible. Y cuando uno pasa es como si le hiciera la zancadilla el amigo invisible. Al suelo va. Y si el paseador pasea varios chuchos, lógicamente, las posibilidades de tropezarte se multiplican proporcionalmente por el número de perros, con lo que la calle se convierte en una especie de campo de minas donde te toca ir pegando saltitos de aquí para allá para poder seguir avanzando.

A veces también me encuentro con familias tan amorosas y que se quieren tanto que caminan todos de la mano ocupando la acera entera y tapando el paso al resto de pobres peatones. Tratas de adelantarles por la izquierda y no te dejan, por la derecha y tampoco. Al final, terminas abandonando la acera so riesgo de morir atropellado para poder adelantar a la encantadora familia feliz. Cuando yo era pequeña recuerdo que cantábamos “A tapar la calle que no pase nadie que pasen mis abuelos comiendo buñuelos”. Yo aún lo sigo haciendo cuando me encuentro en este tipo de situaciones. Mis hijos me mandan callar porque lo canto a voz en grito, pero me da igual. Me sienta muy mal que no me dejen pasar.

También están los que en el cine te invaden con su codo. Una cosa es compartir reposabrazos y otra muy distinta es meterle el codo en el costado al que tienes al lado. Una vez, me harté de quitar el codo y empecé a invadir yo también con mi codo al de al lado. Acabamos echando un pulso de codos y a punto estuvimos de pegarnos.

Y si vas en el avión el riesgo es que el de al lado se te duerma en el hombro. Yo ya los veo venir y cuando noto que la cabeza titubeante del de al lado está a punto de reposarse sobre mi hombro, me levanto de golpe dejándola caer bruscamente. Y casi siempre me entra la risa. Aunque si el durmiente es bello, puede que hasta me lo piense y termine dejándole que repose sobre mi hombro. En esos casos, la situación, de molesta o cómica, pasa a convertirse en romántica. Seguro que más de un matrimonio ha tenido su origen en ocasiones como ésta.  Una amiga, un día, prestó su hombro como almohada al de al lado y acabó toda babeada. Fue bochornoso. Y lo peor es que aguantó estoica con tal de no despertar a su vecino de asiento, que para más inri, era su jefe.

Lo mejor es siempre que cada uno ocupe su lugar, física y metafóricamente hablando. Usurpar espacios ajenos está muy mal, invades al otro y le haces sentirse incómodo. Y lo peor es que el prójimo casi siempre suele ser educado y se aguanta sin decir nada, y hasta sonríe y dice “no pasa nada”, con lo que el usurpador, que juega con ventaja, porque es un avasallador dominante, termina campando a sus anchas. Mucho ojo. Los avasalladores usurpadores son una modalidad en abundancia.

¡Feliz semana!

 

jueves, 14 de noviembre de 2024

De casquería y otros menesteres

No me gustan los callos. No me gusta su aspecto, ni su textura. Mi madre los prepara muy ricos, eso dicen, porque yo, hasta la fecha, no me he atrevido a probarlos. De pequeña, pensaba que los callos eran eso, callos, como los de los pies, y no entendía que alguien se los pudiese comer. Luego me enteré de que eran tripas y lo entendí todavía menos. 

En cambio, me encantaban los sesos. En mi casa comíamos sesos rebozados. Comer sesos era como comer nubes o algodón  de azúcar. Al meterte un seso en la boca se deshacía.


No sé si los niños de hoy siguen comiendo sesos. A mí han dejado de gustarme. Desconozco el motivo pero, si de lo que se come se cría, debería volver a comerlos porque me da la sensación de que, de un tiempo a esta parte, estoy perdiendo algún que otro seso, supongo que será la edad. Me surge la duda de si los sesos conservarán neuronas, porque después de todo, los sesos son cerebro. Eso de comer cerebro suena a zombies, a película de miedo.

Tampoco me gustan las manitas de cerdo. En francés se llaman “pieds de cochon”. No sé si serán manos o pies, a mí lo que me parecen son pezuñas, pezuñas gelatinosas. Soy incapaz de probarlas. Comerle la pezuña a un cerdo me parece sorprendente. Suficiente tenemos con comernos el resto de su cuerpo y hasta su sangre. “Del cerdo, hasta los andares”, dice el refrán. Pobre cerdo. En París hay un restaurante especializado en pieds de cochon y está siempre hasta arriba. Gente muy elegante y sofisticada rebañando como locos pezuñas de cerdo como si de una película de Buñuel se tratara.  

Otros se comen las orejas del pobre cerdo. Una vez me atreví a probarlas y crujientes no están mal, pero me da miedo que me crezcan las mías que ya las tengo suficientemente grandes. Las orejas crecen durante toda la vida, no hay más que ver las orejas de los ancianos. La piel cada vez se va haciendo más laxa y poco a poco se va desprendiendo del cartílago. Al paso que vamos, y con una esperanza de vida cada vez mayor, llegará un día en que arrastremos las orejas.

Los higaditos tampoco me gustan. Los peores son unos que tienen forma de pulgar del dedo indice. Hay hígados de cerdo, de pato, de ternera, de buey… Dicen que son muy nutritivos. A la gente le encantan encebollados. Una buena forma de disfrazarlos.

A la gente también le gusta comer lengua, mollejas, criadillas, entresijos, riñones, hasta corazón. Me dan arcadas sólo de pensarlo. No entiendo por qué nos extraña lo que comen los chinos, si nosotros somos peores, ¿o mejores? Todo depende de cómo se mire.

A priori, comer casquería puede parecer un poco “gore” (claro que a los vegetarianos también les parecerá gore comer embutido o un sencillo filete de vaca o hasta un simple huevo). Pero desde otra perspectiva, comer casquería también es ecológico. Porque digo yo que cuanto más se aproveche el animal, mejor será. Y supongo que también ayuda a luchar contra el cambio climático, porque cuanto más aprovechemos de cada animal, menos animales habrá que criar y menor será la contaminación y la producción de gases con efecto invernadero.

La gente ahora ya no toma azúcar, bebe leche de almendra y de soja, come algas, quinoa, semillas de chía, sal rosa del Himalaya, bayas de Goji o amaranto. Con tanta cosa exótica,  no sé si se seguirá estilando la casquería. Quizá algunos jóvenes ni siquiera sepan lo que es.

Yo como chuches y donuts y me regañan. Que cada cual que coma lo quiera. “Dime lo que comes y te diré quién eres”. Pues eso.

Feliz semana.