Hay personas que ocupan el doble. No es que sean gordos ni siameses, simplemente ocupan un espacio vital mayor que el resto, espacio que, por cierto, tienden a robar a los que les rodean.
En el metro abundan este tipo de personas. Me refiero, por ejemplo, a esos que van cargados con enormes mochilas sin calcular las dimensiones que adquieren sus cuerpos con semejantes bultos desproporcionados a la espalda y que cada vez que se mueven pegan un zambombazo a todo el que se coloque a su lado. A veces, en la mochila transportan un bebé que tambalea su pobre cabeza de aquí para allá. Los mochileros con bebés son los peores porque se sienten legitimados para empellar sin miramientos a todo aquel que se interponga en su camino. Debería inventarse algún tipo de sistema que sirva para alertar de su presencia unos metros antes, como cuando pones el triángulo reflectante en la carretera para avisar de un accidente.
Otra modalidad son los que pasean perros atados con larguísimas correas. Esta absurda costumbre provoca que el paseador se encuentre en un punto concreto de la calle mientras que el perro paseado se sitúe tres metros más allá, unidos ambos por una fina correa a menudo imperceptible. Y cuando uno pasa es como si le hiciera la zancadilla el amigo invisible. Al suelo va. Y si el paseador pasea varios chuchos, lógicamente, las posibilidades de tropezarte se multiplican proporcionalmente por el número de perros, con lo que la calle se convierte en una especie de campo de minas donde te toca ir pegando saltitos de aquí para allá para poder seguir avanzando.
A veces también me encuentro con familias tan amorosas y que se quieren tanto que caminan todos de la mano ocupando la acera entera y tapando el paso al resto de pobres peatones. Tratas de adelantarles por la izquierda y no te dejan, por la derecha y tampoco. Al final, terminas abandonando la acera so riesgo de morir atropellado para poder adelantar a la encantadora familia feliz. Cuando yo era pequeña recuerdo que cantábamos “A tapar la calle que no pase nadie que pasen mis abuelos comiendo buñuelos”. Yo aún lo sigo haciendo cuando me encuentro en este tipo de situaciones. Mis hijos me mandan callar porque lo canto a voz en grito, pero me da igual. Me sienta muy mal que no me dejen pasar.
También están los que en el cine te invaden con su codo. Una cosa es compartir reposabrazos y otra muy distinta es meterle el codo en el costado al que tienes al lado. Una vez, me harté de quitar el codo y empecé a invadir yo también con mi codo al de al lado. Acabamos echando un pulso de codos y a punto estuvimos de pegarnos.
Y si vas en el avión el riesgo es que el de al lado se te duerma en el hombro. Yo ya los veo venir y cuando noto que la cabeza titubeante del de al lado está a punto de reposarse sobre mi hombro, me levanto de golpe dejándola caer bruscamente. Y casi siempre me entra la risa. Aunque si el durmiente es bello, puede que hasta me lo piense y termine dejándole que repose sobre mi hombro. En esos casos, la situación, de molesta o cómica, pasa a convertirse en romántica. Seguro que más de un matrimonio ha tenido su origen en ocasiones como ésta. Una amiga, un día, prestó su hombro como almohada al de al lado y acabó toda babeada. Fue bochornoso. Y lo peor es que aguantó estoica con tal de no despertar a su vecino de asiento, que para más inri, era su jefe.
Lo mejor es siempre que cada uno ocupe su lugar, física y metafóricamente hablando. Usurpar espacios ajenos está muy mal, invades al otro y le haces sentirse incómodo. Y lo peor es que el prójimo casi siempre suele ser educado y se aguanta sin decir nada, y hasta sonríe y dice “no pasa nada”, con lo que el usurpador, que juega con ventaja, porque es un avasallador dominante, termina campando a sus anchas. Mucho ojo. Los avasalladores usurpadores son una modalidad en abundancia.
¡Feliz semana!