Hace unos días visité una residencia de ancianos. Nada más entrar me invadió una enorme nostalgia. Intenté analizar la causa. ¿Sería el recuerdo de mis abuelos, el miedo a la desaparición de mis padres o incluso el temor a mi propia vejez?
Seguramente todos esos pensamientos pasaron por mi cabeza en décimas de segundo. Sin embargo, no fueron ellos los que despertaron mi nostalgia. El verdadero causante de mi sensación fue el espumillón. Una gigante sala de estar decorada con espumillón de todos los colores me recordó la Navidades de mi niñez.
Ahora nadie, o casi nadie (siempre quedarán los clásicos como mi amigo Toni) decora con espumillón. El espumillón ha caído en desgracia. Está "demodé". Ahora la gente decora con adornos mucho más sofisticados y pocos se acuerdan ya del pobre espumillón, a pesar del brío con el que iluminó en su día nuestra Navidad.
El espumillón daba mucho juego, lo mismo servía para rodear el árbol que para colgar bolas de un lado a otro del salón. Porque las compañeras inseparables del espumillón eran, por supuesto, las bolas de Navidad, esas que parecían de cáscara de huevo y que se rompían con sólo mirarlas. Uno las guardaba de año en año con todo el mimo posible, las envolvía en papel de periódico, con telas, o con papel de burbujas. Pero aún así, al año siguiente, al abrir la caja de los adornos navideños siempre había alguna rota.
La tarea de meter las bolas por el espumillón era de máximo riesgo. De hecho, era una tarea que los padres solo encomendaban a los hijos más cuidadosos y concienzudos. Si el espumillón se atascaba y uno tiraba de la bola saltaba el " casquillo" y a menos que estuvieses muy atento, adiós bola.
El espumillón siempre dejaba rastro. Sus pelitos tardaban meses en desaparecer por mucho que pasases la aspiradora.Me hacía mucha ilusión barrer debajo de un sofá en pleno mes de agosto y encontrar aún rastros de espumillón. Me gustaba interpretarlo como una señal de la magia de la Navidad.
El espumillón también servía para disfrazarte. Muchos angelitos han llevado coronas de espumillón en sus cabezas. También podía servir de cinturón a los Reyes Magos de Oriente. Incluso venía bien para rodear la cuna del Niño Jesús y darle un cierto aire festivo.
Los espumillones más navideños eran los rojos, verdes, dorados y plateados. Los más atrevidos eran el azul y el rosa.
Había espumillón en las casas, en los colegios, en los restaurantes, en todos los escaparates.... La Navidad era una eclosión de espumillón. El espumillón era fiesta, alegría, color, luz, esperanza, optimismo. El espumillón nunca pasaba desapercibido.
Me pregunto cómo el pobre espumillón ha caído en el olvido de manera tan drástica. Creo que hemos apartado al espumillón de nuestras vidas con demasiada ligereza. Como probablemente hemos hecho con muchas cosas que un día significaron mucho y hoy apenas ocupan lugar.
Siento nostalgia. Nostalgia por el espumillón. Por las Navidades de mi niñez. Por las personas que que no están. Por una ilusión y una inocencia que no volverán.
Animo a hacer esta Navidad un pequeño homenaje al espumillón y de paso a todo lo que antes nos hacía ilusión y hemos olvidado. Quizá aún no sea tarde para recuperarlo...
Feliz semana!!