Me encantan
los hoteles. Me encantan las camas “Queen size”, el desayuno, el servicio de
habitaciones, los sets de baño, las zapatillas y por supuesto, los albornoces.
Pero hay cosas de los hoteles que me enervan. Por ejemplo, no entiendo por qué en algunas habitaciones cuando te vas a acostar tienes que apagar, una a una, 50 lamparitas. Y cuando logras apagárlas todas siempre hay un piloto rojo en la tele que no te deja dormir. Tampoco puedo con la manía esa de poner ascensores complicadísimos en los que no sabes qué hacer para marcar tu piso. Se trata de simplificar las cosas al cliente, no de complicarlas digo yo.
Los aeropuertos también me gustan. Unos que van. Otros que vienen. Gente
anónima que se cruza en tu vida y a la que no volverás a ver jamás. Pero
llevo fatal lo de abrir la maleta, separar los líquidos, quitarte los zapatos,
el cinturón, la chaqueta, el collar, los pendientes, el reloj y ni se sabe cuántas
cosas más.
En los restaurantes no soporto cuando pides la cuenta y tardan siglos en traértela. En esos casos y con la seguridad que te dan los años, directamente me levanto y me voy. En ese momento es cuando se dan prisa por atenderte. No falla.
No puedo cuando el dentista te habla y espera que contestes con la boca abierta y un torno en plena acción metido en ella. ¿De verdad esperan que les contestes?
No puedo con los servicios de atención telefónica en los que te atiende un contestador que nunca te entiende y que te hace repetir lo mismo quinientas veces hasta que terminas colgando. Lo mismo pasa con el buscador de contactos de mi coche. Hablamos un idioma distinto porque no me entiende jamás.
Me enervan las cortinas de los probadores que no hay manera de cerrar completamente. Ya de paso, tampoco puedo con los espejos trucados de algunos tiendas, causantes de más de un disgusto cuando llegas a tu casa y te pruebas delante de tu sincero y realista espejo.
Me pone nerviosa que para comprar lo que sea en Ikea haya que recorrer la tienda entera pasando por todos sus departamentos.
No comprendo la causa por la que los taquilleros del cine nos colocan a todos
los espectadores juntos en la misma zona. Concentrados. Aunque haya filas de
sobra.
Me pone nerviosa que entres en una tienda y la dependienta no pare de atosigarte y de enseñarte cosas cuando lo que quieres es echar un vistazo tranquilamente. Por no hablar de entrar en un chino y sentirte observada como sospechosa de ir a robar algo en cualquier momento. Me voy sin comprar.
Son pequeñas situaciones enervantes que consiguen alterar la paz
y el sosiego que tanto me cuesta conseguir. Me pregunto si a todo el mundo le pasa lo mismo o si yo
seré especialmente sensible e irritable.
Quizá deba apuntarme a alguna
sesión de yoga, de mindfulnes, de meditación o directamente de
boxeo. Quizá necesite una mayor dosis de autocontrol o una barrera protectora que impida que este tipo de situaciones me afecten. Tengo que analizar bien qué hacer. Entre tanto... se admiten consejos y sugerencias!
Feliz semana